Lobotomía No.3
¿Cómo pasó? No lo se con exactitud, pero aquí está lo que recuerdo...
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Fue hace poco menos de un año. La Semana Santa había terminado, era el primer lunes despues de vacaciones, el primer día de el segundo periodo de examenes parciales en la Universidad. Aquel lunes yo me quede a estudiar para el examen de Historia del día siguiente, examen complicadísimo, recuerdo también que había sido un día muy callado, sobre todo por que yo esperaba que una chica dijera algo que no decía (despues me entere que aquella misma chica esperaba que yo dijera algo que tampoco me atrevía a decir), la tensión fue muy pesada todo el día, yo comenzaba a crecer que todo aquello que pensaba que pasaba, sólo lo estaba imaginando, quien sabe, tal vez yo nisiquiera le gustaba y ella más bien se comportaba de esa manera conmigo, porque nos habíamos vuelto grandes amigos, no sería la primera vez que confundiera una cosa con la otra, así que derrepente pense que todo aquello no existía.
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Lo que sigue, es lo que no recuerdo bien, o tal vez si lo recuerdo, pero no se como explicarlo, puedo decir a grandes rasgos, que se lo dije y me lo dijo, que estabamos a las 9:00 acostados en un kiosko afuera de la escula viendo el techo, que una paloma casi nos caga (es la mierda de paloma más grande que he visto en mi vida), que nos iluminaba un farol y no había estrellas, que me dijo que "NO" para 5 días despues darme el "SI" que aquello no sólo fue ese día, fueron días enteros de café y pan de dulce, de platicas, de situaciones, de circunstancias, de eventos, de jacarandas, de escritos, de llamadas, de cosas impresionantes...
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Cierta vez me enfermé de alguna cosa que se nos pegan cuando somos niños. Por lo general me atendía en su consultorio la doctora Schneider, mujer de quijadas regordetas y olor a desodorante de automóviles; pero en esa ocasión fuimos a un centro de salud algo alejado con mi madre, mi abuela y yo. No creo que haya tenido más de cinco años de edad, porque tenía puestas mis zapatillas marrones con amarillo, las mismas que se arruinaron en la nieve de Mendoza, esto mucho antes de viajar a New York, cuando quedaron olvidadas en la Argentina. Nos hicieron esperar en una sala común y corriente, si no fuera por un detalle que me llamó poderosamente la atención. Estábamos sentados frente a una media pared, que separaba una sala de espera con otra para cada uno de los consultorios del lugar. Una suerte de biombo construido de ladrillos huecos y naranjas. Cada uno de estos tenía en su interior una especie de arabesco del mismo material, y a través de los espacios vacíos podía verse la sala contigua. Enseguida noté algo familiar en el ambiente, como si ya hubiera estado allí alguna vez, pero un detalle no cuajaba en todo aquello: era el punto de vista de la pared. Recordaba esa misma imagen, aunque con otro ángulo mucho más por debajo de mi altura en ese entonces. Es más, hasta me pareció haber visto todo aquello acostado. Le pregunté a mi madre si era la primera vez que estábamos allí, y me dijo que no. “Ah, entonces por eso me acuerdo”, le dije. Mi madre no entendió nada, y miró de reojo a mi abuela. Les comenté lo de la pared, y se quedaron con los ojos como platos hondos. “Juan, en realidad vinimos a este sanatorio dos veces, la primera porque naciste acá, y la segunda al mes, para que te viera el médico que me hizo la cesárea.” Reí como el niño que era; todavía lo hago de esa forma en ocasiones. Mi madre y mi abuela estaban espantadas, no más que la señora a mi lado, aferrada con uñas y carne a su bolso vaya a saber uno por qué.